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Los varaderos de Quilacoya

El comercio de frutas y chichas hacia los poblados mineros de Coronel y Lota  era bastante atractivo para los pequeños productores campesinos hualquinos, especialmente los cercanos al río Biobío, que deseaban vender sus productos, para ello contaban con dos varaderos en Quilacoya para el atraque de los lanchones que hacían la travesía.

Uno de ellos se ubicaba frente a lo que es hoy el fundo “Las Higueras” en Quilacoya y cuya entrada se denomina el Boquerón, camino de una huella, aledaño al principal a Hualqui y que accede a un paso bajo nivel de la línea férrea que conduce a potreros de ese fundo colindantes con el río.

Este paso es el mismo en el que huyendo de Pedro de Valdivia “en un amanecer sobre el río Biobío, Lautaro, llevando a la brida otro caballo, se adentraba por los vados del río próximo a la desembocadura del estero de Quilacoya, a veces echando a nado sus cabalgaduras, por fin salió a la ribera izquierda del curso de agua”.

Los lancheros lo abandonaron debido a que era más ancho y por su embancamiento con varias playas de arena que dificultaban el trayecto de travesía.

El otro varadero estaba ubicado en el camino de Hualqui a Quilacoya, a la derecha, antes de iniciar el ascenso a la cuesta, se encuentra el lugar donde estuvo el llamado “puerto de Quilacoya”, sitio desde donde las carretas con sus respectivos bueyes se embarcaban en alguno de los tres lanchones que los atravesara al otro lado del         Bío – Bío.

La planicie ubicada a la orilla del río facilitaba la embarcación de las carretas al lanchón, por cuanto se ubicaba en el inicio del recodo donde el río comienza hacer el rodeo que está frente a Hualqui.

En los lanchones, tripulados por dos hombres, estibaban dos carretas por viaje; entraba primero una retrocediendo, se le desenyugaba los bueyes para amarrarlos a cada rueda, luego entraba la otra carreta a la que se hacía lo mismo que a la anterior.

Para requerir sus servicios, los carreteros les gritaban “cuñado” de una orilla a otra o encendían fogatas para llamar su atención y, de este modo, se aprestaran a cumplir el servicio, impulsando la embarcación con largas y fuertes pértigas de eucaliptos que eran movidas con las fuerzas de sus brazos. También los viajeros se acomedían para cinglar el lanchón.

Utilizaban dos tipos de varas, dependiendo de la hondura de las undosas aguas, las que a veces apoyaban en uno de sus hombros, el que cubrían con una “tota”, hecha con gruesos géneros que servían de almohadón protector y facilitaba el empuje durante la dificultosa travesía de media hora más o menos, por los diferentes cursos y corrientes de agua que estos lancheros conocían muy bien.

Las más de las veces, los carreteros, debían “cuartear” sus carretas entre ellos por el difícil terreno arenoso que circundaba la orilla del río de acceso a Patagual, donde se hundían las ruedas por lo blando del terreno arenoso, dificultando el andar de los bueyes. En la época de abundancia de la fruta había, a veces, hasta 15 carreteros esperando su turno para pasar a la otra orilla.

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La única casa de esos contornos era un “puesto”, que era atendido por su dueño, don Desiderio Quiroga, a quienes apodaban “el chute”, por considerarlo “ricachón”,  quien atendía alrededor de una fogata, donde los campesinos compartían el comistrajo que llevaban para el viaje y las “pitutas” con vino que pasaban de mano en mano.

Las vituallas que llevaban los viajantes de ida consistían, generalmente en pollos cocidos, huevos duros y tortillas de rescoldo, harina tostada y de vuelta variaba, porque se aperaban de cecinas, queso y pan comprados con dinero de las ventas.

Luego de pernoctar, a la mañana siguiente, se seguía rumbo de Patagual tomando el antiguo camino Tricauco, conocido también como “la ruta de los pereros” y se bajaba por la calle del hospital a Coronel, después de unas 4 o 5 horas de viaje.

Se voceaba lo que se vendía: membrillos, manzanas, peras, ciruelas, etc. por cuartillas, decalitros o almud, medidas familiares para compradores y vendedores de ese entonces. También se “colchaba” la mercadería para la venta por pescada seca, que se traía por sacos y que en la casa campesina era muy apetecida en invierno para hacer el sabroso y reconfortante caldillo.

En los meses de febrero a marzo, se transportaba principalmente frutas, chicha de uva (“la pitarrilla dulce”) y productos de chacarería: choclos, tomates, cebollas, ajos en ristras, zapallos, etc. Luego de vendida la mercadería o entregada “por junto” en las “caserías”, se regresaba con las “faltas” tanto comestibles (azúcar y harina por quintales y sal por sacos) como otras que encargaba “la patrona”.

Se practicaba la solidaridad entre los carreteros, para ayudarse en “las cuartas” y porque en el camino, ocasionalmente, “salía el león” cerca del “alto de las cruces”, lugar llamado así por la cantidad de cruces colocadas en un  solitario alto del camino y que señalaban “descansos” para los cortejos fúnebres que por allí pasaban rumbo al cementerio.

Esta actividad comercial fue languideciendo debido a la creación de ferias libres que se fueron instalando con el aumento de vehículos más rápidos y menos sacrificados para el transporte de abastecimientos a los pueblos alejados de las zonas agrícolas. Los lancheros abandonaron la actividad y hasta el año 1979, este oficio se extinguió totalmente.

No se recuerdan accidentes importantes, sólo percances, debido al “encoñamiento” de las lanchas en las playas de las orillas, cuando se remontaban río arriba para buscar corrientes favorables, lo que demandaba desembarcar las carretas en la arena y empujar el lanchón hasta regresar a aguas más profundas.

Hoy, existen cierta nostalgia en los antiguos campesinos que en sus años comerciaron para esas zonas. Recuerdan la camaradería existente, las “tallas” y la solicitud de las “niñas” que atendían en “el puesto d`el chute” y las tardes de descanso en “El Velero” cantina concurrida por los viajeros que venían de vuelta. Como también el de las casas de alojamiento gratis que se les ofrecía por parte de los vecinos del pueblo y las bromas que hacían a los carreteros dormilones que venían conduciendo y a los que le daban vuelta la dirección de la carreta, sin que se dieran cuenta, hasta que llegaban al punto de partida.

Esta actividad comercial de los campesinos de Ranguel, La Palma, Chilloncito, Vegas de Diucas, Quilacoya y Unihue significaba grandes sacrificios para los bueyes, sobre todo en la bajada de la Cuesta de Quilacoya, donde debían trancar las ruedas de la carreta con cadenas para que el peso de la carga no arrastrara a los animales hacia la bajada del camino.

 

 

 

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