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De las tradiciones funerarias y la adaptación al medio en Vegas de Diuca

Vegas de Diuca ha evidenciado desde siempre particularidades distintas a otras localidades hualquinas, en gran parte derivado de sus características geográficas, especialmente en el período invernal en donde las crecidas del Estero Quilacoya mantenían aislados a sus habitantes del resto de la comuna.

Las crecidas del estero Quilacoya a veces duraban más de una semana y para casos de urgencias de alguien que debía atravesar el río, los lagares y tinajas desocupadas, que servían de envases del vino cosechado en abril, sirvieron también de improvisadas embarcaciones, las que tiradas con cuerdas desde las orillas, transportaban a la gente de un extremo a otro. Esto ocurría cuando “pasaba la avenida” y las aguas bajaban suficientemente para permitir estas maniobras.

Este aislamiento impactaba en todos los ámbitos de la vida diaria de sus lugareños, situación que les hizo despertar el ingenio creativo para romper el aislamiento inmovilizador en esos largos y grises días de invierno.

La necesidad les hizo desarrollar el sentido de anticipación, no sólo para aprovisionarse de las “faltas”, sino que el estar preparado para algo tan inesperado como la muerte.

La costumbre para prepararse ante esta fausta situación era que cada familia se “aperaba” de un ataúd, el que se mantenía  en un cuarto de la casa, al que en su interior, para aprovechar el espacio, se guardaba un quintal de harina, azúcar, velas y otros elementos necesarios para una emergencia. Este ataúd pasaba a ser un mueble más con el que convivían sus moradores con toda naturalidad.

Cuando una familia no contaba con el ataúd, debía recurrir a un vecino y se enfrentaba así un fallecimiento con generosa solidaridad. El velatorio duraba hasta cuando era posible vadear el río, en la espera, los dolientes, vecinos y amigos eran agasajados con condumios abundantes. Generalmente, se sacrificaba un vacuno y cuando esto sucedía se corría la voz que “el finado había bramado”, lo que permitía aumentar la concurrencia al velorio y aseguraba también  acompañantes para  el penoso y largo traslado del occiso hasta la iglesia y posterior sepulto en el cementerio.

Este traslado del ataúd se hacía en guandos, largas varas que lo sostenían y cuyos portadores eran relevados en el trayecto en los “descansos”, que eran lugares señalados por las capillas de las animitas o una cruz alta de madera ubicadas a la vera del camino.  Allí se repartía comida y bebidas para reponer las fuerzas de los integrantes del cortejo funerario.

Realizadas las ceremonias fúnebres correspondientes los dolientes eran invitados a la casa del fallecido, donde los  deudos en agradecimiento atendían generosamente a quienes les habían acompañado a dar cristiana sepultura a su pariente fallecido.

 

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