Comentarios recientes

Páginas

Un hualquino en Sonora

En febrero de 2001, tras volar algo más 11 horas desde Santiago, tuve mi primer encuentro con Mexicali, ciudad norteña de México, ubicada en una zona desértica en la frontera con Estados Unidos y ampliamente conocida por lo riguroso de su clima, el que en cierta época del año llega a ser particular y desesperadamente tórrido. Luego de una estadía de 10 días, junto a los muchachos del grupo progresivo Exsimio, partimos rumbo a Chihuahua, a 1.209 kms al este. Elegimos una camioneta Ford, tipo van, para realizar la travesía. Ninguno de nosotros poseía conocimiento alguno de la ruta, por lo que invitamos a Sergio Gutiérrez, un gran amigo cachanilla (gentilicio informal con que se designa a las personas naturales de Mexicali), para que nos acompañara en este periplo, una verdadera odisea que, por cierto, incluía un desafío no menor: atravesar el desierto de Sonora. No miento al señalar que este aventura sería un viaje casi iniciático, dada la insospechada experiencia de vida que generó este exigente desplazamiento.

Salimos poco después de las cinco de la tarde. Ya habíamos estimado el viaje en unas 16 ó 18 horas, por lo que decidimos hacer turnos de manejo y copilotos para evitar el cansancio tras el volante. La comitiva estaba integrada por seis personas, por lo que optamos por definir en tres los turnos de conducción.

Nuestro primer destino fue la ciudad de San Luis Río Colorado, vecina al asentamiento norteamericano del mismo nombre y perteneciente al estado de Arizona, las cuales están divididas tan sólo por la línea fronteriza marcada por una infranqueable reja de separación. Nuestro paso fue más bien fugaz. Compramos algunos víveres y continuamos el camino por la Ruta 2 con la mente puesta en la siguiente parada: Sonoyta, pasando antes por Los Vidrios, en pleno Estado de Sonora.

En Sonoyta, ciudad de algo más de 12 mil habitantes, ya comenzábamos a vislumbrar lo que era el Desierto de Sonora, por lo que fue inevitable conmoverse ante la magnitud del lugar. Al estar ahí es imposible no rememorar a Carlos Castañeda y su pluma metafísica.

Desde la carreta, la ruta parecía interminable. Avanzando por enormes rectas de asfalto y con un tránsito vehicular más bien escaso, fuimos dejando atrás otros pintorescos asentamientos como Caborca y Pitiquito llegamos a la la villa de Altar.

Image109Conocida mundialmente como la “última escala” para quienes buscan atravesar el desierto, Altar es una pequeña ciudad de un poco más de 15 mil habitantes. Llama la atención la considerable población flotante que deambula por el pueblo y, obviamente, no deja de sorprender el vínculo ineludible que posee con la zona desértica y lo que ello conlleva. De hecho, a pocos metros del centro, se levantan tres enormes cruces que recuerdan a las personas que han perdido la vida en la infernal “caminata de la muerte de los indocumentados”, los que cada año alcanzan el impresionante número de más de 400 casos.

Altar es una de las ciudades más calientes del hemisferio norte. Sus temperaturas pueden alcanzar fácilmente los 50° (46 ° a la sombra) en el mes de julio, por lo mismo, se trata de unas las zonas más inhóspitas del planeta, pero también de gran belleza gracias a las repentinos cambios de paisaje (colores) por efecto del desierto florido.

Cabe destacar que el Desierto de Sonora forma parte del inmenso corredor norteamericano de ecosistemas áridos que se extiende desde el sureste del estado de Washington, en EUA, hasta el estado de Hidalgo, en el altiplano central de México, y desde el centro de Texas hasta las costas del Pacífico en la península de Baja California. Esta faja árida, que cubre casi un millón de kilómetros cuadrados, se divide en cuatro grandes desiertos: la Gran Cuenca, el Desierto de Mojave, el Desierto de Sonora y el Desierto de Chihuahua. Aunque en el caso de Estados Unidos se trata de una sola entidad, al ingresar en México se bifurca en una región de tierras áridas continentales, conocida como el Desierto de Sonora, en el sentido más estricto, y una franja de desiertos costeros que recorre la península de Baja California con la misma denominación.

Dicha tierra, vigilada por los gigantes saguaros (especie de cactus que puede vivir hasta más de 200 años), evoca las imponentes locaciones de las viejas películas del oeste, con paisajes interminables y de peculiar belleza. Fue tal la impresión generada por este impresionante paraje que, luego de dejar atrás las localidades de Santa Ana, Magdalena e Imuris, decidimos pernoctar en medio de sus arenas. La vista resulta conmovedora, ya que en medio de la noche las estrellas evidencian una impresionante luminosidad, generando la sensación de estar frente a un gran “home theater” celestial.

Curiosamente, no había espacio para la sensación de soledad, ya que contrario a lo que se pueda pensar, el desierto de Sonora alberga una extensa fauna en la que destacan aves como codornices, gavilanes y correcaminos, además de ratas canguro, coyotes, zorros y liebres. Como buen desierto, también abundan los reptiles, mayormente víboras y lagartos, los cuales sin embargo permanecen casi siempre ocultos. No obstante ello, nuestros sentidos estuvieron siempre abiertos.

Tras algunas horas más de viaje, llegamos a Cananea, ciudad minera localizada en el noreste del Estado de Sonora y ampliamente conocida por el importante papel que juega en la explotación del cobre.

Sus orígenes se remontan al siglo XVII, periodo en el cual era ocupado por los indios Pimas, a la usanza de ranchería. Los lugareños además debían convivir con la presencia permanente de unos implacables y peligrosos vecinos: Los Apaches, quienes se las arreglaban para rechazar cualquier intento de colonización en el lugar.

La defensa india alcanzó una magnitud tal que a mediados del siglo XIX se tuvo que recurrir a la construcción del Fuerte de San Pedro, para garantizar la seguridad de los colonos, iniciando con ello la época de esplendor minero de la zona.

Uno de los acontecimiento más importantes que ha marcado la historia de la ciudad acaeció en 1906, en la llamada “Huelga de Cananea”, cuando un grupo de trabajadores de la Cananea Consolidated Copper Company, en demanda de mejores salarios y jornadas de trabajo más justas, se alzaron en contra de los entonces dueños extranjeros de la compañía minera. Fue tal el impacto de este movimiento social que dicha huelga ha sido considerada como la más grande de la cual se tiene registro y, prácticamente, propició el inicio de la Revolución Mexicana, acontecimiento por el cual algunas personas bautizaron a Cananea como la “Cuna de la Revolución”.

so

Cuando pensaba que nuestra capacidad de admiración había llegado a su límite, la vida rompió los esquemas nuevamente y me hizo partícipe del episodio más intenso de esta aventura. Y es que el paso por Sonora me brindaría una de las experiencias más extremas de mi existencia. A altas horas de la noche, y tras avanzar por otra recta brutal en medio del desierto, nos percatamos de una luz en medio del camino. Mi posición de copiloto me permitió acceder a una vista privilegiada de este inusitado fulgor en medio de nada. Mientras nos acercábamos a velocidad moderada pudimos percatarnos que se trataba de tambores encendidos y, luego de avanzar unos cuantos metros, nos encontramos de frente con un grupo de personas fuertemente armadas.

Lo cierto, es que la presencia de efectivos militares (como también de insurgentes o narcos) no es cosa rara en estas rutas, lo cual se explica por la necesidad de mantener un cierto control de los caminos. Pero tal como lo habíamos pensado, una detención así era más bien una “ruleta rusa”, ya que sólo al iniciar el diálogo te podías dar cuenta a quien tenías al frente. No había que ser muy  experto para darse cuenta que no eran un estereotipo militar, ya que los rostros que nos miraban y rodeaban en medio de la noche parecían más bien del EZLN. Debo reconocer que un frío aterrador recorrió nuestras espaldas.

Me tocó dialogar con ellos y en un tono pausado, pero con una tensión evidente, atiné solamente a decir “Buenas noches”, a lo cual respondieron con un gesto fácil de interpretar, en el sentido que debíamos bajar del vehículo.

Con sorpresa, nos percatamos que el grupo fue bastante amable en la conversa, y en ningún momento mostraron algún signo de hostilidad, simplemente preguntaron: ¿Son ustedes gabachos (adjetivo de tipo coloquial para referirse a ciudadanos de Estados Unidos), a dónde se dirigen? Inmediatamente tuvimos que responder. “Somos chilenos y somos músicos. Nos dirigimos a Chihuahua”. Unos cuantos cd’s de regalo y de nuevo estábamos en ruta.

La verdad es que fue un momento intenso que generó incertidumbre y preocupación. No hubo risas, sino más bien una sensación de desahogo, pero en estricto rigor dicha detención fue más que nada eso, una de los tantos controles impensados de carretera con los que te puedes topar en el norte de México.

Tras sopesar la tremenda impresión que nos dejó este sorpresivo encuentro, arribamos más tarde a Agua Prieta, ciudad cercana a Douglas, Arizona, cuyo significado es “agua oscura o morena”. Nuestra próxima referencia era Puerto San Luis, un cordón montañoso de una altitud cercana a los 2 mil metros que marca el límite entre Sonora y Chihuahua, el que dado sus características, permite encontrarse con nevadas en algunos tramos del año. Allí comenzamos el descenso hacia Janos, pueblo fundado como una misión en 1640 por padres franciscanos y cuyo nombre fue tomado en consideración con la tribu indígena de igual denominación que vivió en el lugar, hoy extintos.

Después de largas horas de viaje, ya sólo faltaba un último tramo de 300 kilómetros hasta Chihuahua. Dejamos la Ruta 2 para ingresar a la N°10. A poco andar llegamos a Nuevo Casas Grandes y, posteriormente, a la colonia Ricardo Flores Magón. Ya era madrugada cuando arribamos finalmente a la ciudad de Chihuahua, la segunda más poblada del Estado del mismo nombre (el más grande de México), luego de Ciudad Juárez. Después de casi 16 horas, llegamos por fin a nuestro destino.